La última llamada

enero 24, 2025

La última llamada

Carlos disfrutaba de la soledad de la noche sobre su motocicleta. La ciudad dormía, las calles estaban vacías y el viento fresco le acariciaba el rostro. Para él, el casco era solo un accesorio incómodo que estorbaba su sensación de libertad. Le gustaba sentir el aire golpeando su cara, como si la velocidad lo hiciera más ligero, más inmune.

Aquella noche, al salir del trabajo, había dejado su casco en la repisa de la entrada. “Solo será un corto trayecto”, se dijo, convencido de que nada podía pasarle en su propia ruta.

Aceleró en la avenida desierta. Las luces de los postes titilaban intermitentes, reflejándose en el pavimento mojado por una llovizna reciente. Todo estaba en calma hasta que su celular vibró en el bolsillo.

Una vez.

Carlos lo ignoró.

Dos veces.

Suspiró. Tal vez era importante. Bajó la mano del manillar y sacó el teléfono, sosteniéndolo apenas entre los dedos.

—¿Aló?

Fue en ese instante cuando una sombra cruzó la vía. Un destello, un par de ojos reflejando la luz, un bulto negro en movimiento. Carlos no tuvo tiempo de reaccionar. Sintió el impacto en el pecho y la súbita falta de control.

Todo fue un torbellino de luces, ruido y oscuridad.

Cuando abrió los ojos, seguía sobre la moto, intacto. La ciudad estaba en silencio, pero algo era diferente. Miró sus manos, su ropa, todo parecía borroso, como si lo viera a través de una película desgastada.

Fue entonces cuando lo vio.

En la acera, un hombre joven estaba sentado en una banca, con un casco en las manos y la mirada clavada en el pavimento. Su motocicleta yacía a un lado de la calle, retorcida y cubierta de polvo.

Carlos se acercó, pero el hombre no reaccionó.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

El hombre levantó la vista. Sus ojos eran oscuros, profundos como la noche misma.

—Espero a que alguien aprenda.

Carlos sintió un escalofrío. Miró la moto destrozada. Miró el casco en sus manos. Miró su propio reflejo en un charco junto a la banca.

Y entonces entendió.

No era la primera vez que recorría esa avenida. No era la primera vez que ignoraba el casco.

Y no sería la última vez que alguien vería su reflejo en la noche, como un eco de una historia que nunca debió repetirse.

Moraleja: No hay viento que valga más que un regreso seguro. Un casco no pesa más que una vida.

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