El sol apenas se desperezaba sobre los tejados cuando la familia de chigüiros salió del canal de aguas lluvias donde ahora vivía. No era su hábitat original —ni sombra quedaba de las ciénagas donde alguna vez retozaron—, pero era lo que quedaba tras la llegada del concreto.
Mamá chigüira guiaba a los cuatro pequeños con paso decidido. Papá iba detrás, vigilando cada esquina. Su misión era sencilla, pero arriesgada: cruzar la avenida principal para llegar al humedal artificial del parque industrial. Allí crecían algunas hierbas frescas que les recordaban a casa.
En la primera esquina, un perro callejero los olfateó y ladró sin cesar. Los carros pasaban sin parar. En la segunda, una valla de obra impedía el paso. En la tercera, el olor a asfalto nuevo los hizo retroceder. Pero no se rindieron.
—Esperaremos la madrugada, cuando los humanos duermen —dijo papá, con voz firme—. A esa hora, quizás la ciudad nos preste un silencio.
A las 4:12 a. m., la avenida estaba casi vacía. Un camión solitario brillaba a lo lejos. La familia avanzó. Uno, dos, tres pasos sobre el pavimento. El sonido de neumáticos les erizó el lomo. El camión no frenaba. Mamá chigüira se detuvo. Cubrió con su cuerpo a los pequeños. Todo fue un instante de ruido, luces y frenos.
Pero no hubo atropello. El camión se detuvo a escasos centímetros. El conductor bajó, temblando, y se sentó en la acera. Nunca había visto chigüiros tan cerca. Uno de los pequeños se le acercó curioso, olisqueando el aire.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó en voz baja—. Esto no es lugar para animales tan nobles.
A la semana siguiente, aparecieron marcas amarillas en la vía: “Cruce de fauna. Reduzca la velocidad”. Y junto a ellas, una familia de peluches de chigüiro, amarrada a la baranda, que algún vecino había puesto con un cartel: “Ellos también tienen derecho a pasar.”
No todos los vehículos reducían la velocidad. No todos miraban. Pero algunos sí. Y eso, para una especie en exilio, podía significar la diferencia entre la vida y el olvido.
Moraleja: La vía no es solo de quienes manejan. La ciudad también debe aprender a convivir con quienes no tienen bocina ni motor, pero sí el derecho a seguir existiendo.