Cada mañana, Andrea tomaba el mismo camino hacia su oficina. En el trayecto, pasaba por un semáforo que llevaba meses dañado, con luces que titilaban al azar. Algunos conductores cruzaban sin mirar, otros esperaban demasiado tiempo, y unos cuantos, como Andrea, confiaban en que su instinto los guiaría con seguridad.
Un día, mientras esperaba que el caos del semáforo le permitiera avanzar, Andrea notó algo peculiar: un hombre mayor que siempre estaba ahí, sentado en una banca cercana, observando el tráfico. Lo había visto antes, pero nunca le prestó atención.
Intrigada, Andrea decidió hablarle.
—¿Por qué siempre estás aquí? —preguntó.
El hombre sonrió y señaló las luces parpadeantes.
—Las luces no están rotas. Tienen algo que enseñarnos.
Andrea se rio.
—¿Qué podrían enseñarnos unas luces que no funcionan?
El hombre no respondió directamente.
—Mañana, observa con más cuidado y escucha lo que dicen.
Al día siguiente, Andrea llegó al cruce más temprano y decidió observar como le sugirió el hombre. Notó que algunos conductores pasaban sin problemas, mientras otros se detenían de golpe, indecisos.
Entre el desorden, una anciana intentaba cruzar con dificultad, y nadie parecía notarla. Instintivamente, Andrea salió de su auto, ayudó a la mujer a cruzar, y regresó justo a tiempo para evitar el caos que un camión a alta velocidad estaba causando.
Cuando volvió a buscar al hombre para contarle lo ocurrido, él ya no estaba. Pero al observar el semáforo, las luces parecían brillar con un patrón distinto, casi como si funcionaran bien por primera vez.
Moraleja: A veces, las señales no son lo que miramos, sino lo que elegimos ser para los demás.