Mateo pedaleaba con emoción por la ciclovía. Su bicicleta nueva era su mayor tesoro, una máquina brillante con un marco azul y luces en los radios que destellaban como estrellas cada vez que giraban.
Aquel domingo, la brisa fresca lo empujaba suavemente mientras atravesaba la ciudad. Su madre caminaba unos pasos detrás, vigilando con atención, aunque él ya se sentía lo suficientemente grande para andar solo.
—Nunca cruces la línea blanca, Mateo.
Era la regla que siempre le repetía.
—Es solo una pintura en el suelo —respondía él, riéndose—. No es que me vaya a caer en un abismo.
Su madre no discutía, solo le sonreía con paciencia.
La línea blanca marcaba el borde de la ciclovía y el inicio del asfalto donde los autos rugían a toda velocidad. Para Mateo, aquella línea era solo un límite aburrido, una restricción sin sentido que lo mantenía alejado del resto del camino.
Hasta que ocurrió.
Apenas unos metros adelante, algo brillante rodó hasta detenerse junto a la línea. Era una canica azul, reluciente como un zafiro. Mateo frenó y la observó con fascinación.
El tráfico no era intenso, y él solo necesitaba inclinarse un poco para alcanzarla.
Miró a su madre. Estaba distraída con el teléfono.
Se mordió el labio y avanzó lentamente hacia la línea blanca.
Un paso más.
Un giro del manillar.
Justo cuando su llanta delantera tocó el asfalto, un estruendo sacudió el aire.
El rugido de un motor. Un bocinazo. Una ráfaga de viento que le erizó la piel.
Mateo sintió cómo su bicicleta temblaba bajo sus pies mientras un auto pasaba a centímetros de él, levantando hojas secas y polvo.
Su madre corrió hacia él, el rostro pálido.
Mateo respiró hondo. Sus manos temblaban sobre el manillar.
Miró la línea blanca con otros ojos.
Ya no era solo pintura.
Era una frontera entre dos mundos.
Desde ese día, nunca más la cruzó.
Moraleja: A veces, la diferencia entre un juego y un peligro es solo una línea… que nunca debe cruzarse.
