La primera vez que lo vi, la ciudad llevaba puesta su gabardina de neblina y los cables del alumbrado vibraban como cuerdas de violín. Él apareció desde el túnel con una moto negra y dos alas dibujadas en la espalda: plumas largas, apenas visibles cuando estaba quieto, pero que en la marcha se encendían como brasas. Algunos dijeron que eran pintura fosforescente; otros, que eran sombras prestadas por los pájaros que duermen en los puentes. Yo, que lo veía cada noche, sabía que sus alas cambiaban de tamaño según la prisa.
Lo seguí por avenidas y barrios. Sobre la cebra, las líneas blancas a veces se ordenaban para él como teclas de piano; otras, parecían dientes. El semáforo, viejo oráculo de tres ojos, le habló en rojo y en ámbar: “Espera”. Él respondió con un acelerón que olía a victoria. Había aprendido a leer un idioma que nadie más escuchaba: el chasquido de las tapas de alcantarilla, el silbido de los separadores, la risa metálica de las barandas. Todo le decía: “Pasa”. Y él pasaba.
Una noche de domingo, la ciudad cambió de humor. La lluvia no caía: tejía. Hilos finísimos cruzaban la calzada y cosían los reflejos de los faros a los charcos. En la esquina del parque, una niña sostenía un papalote con alas de papel periódico; al otro lado, un anciano buscaba con el bastón la orilla segura del andén. El oráculo encendió su ojo rojo. El motociclista plegó las alas sobre el pecho, como quien toma aire antes de zambullirse. Entonces escuché un murmullo que no venía del motor ni del cielo: venía de mí. “No”, dije. “Hoy no”.
Él dudó un segundo, esa moneda que decide el destino. Después, la prisa ganó como siempre. Apretó el puño, y las alas crecieron, enormes, negras, hermosas. Se lanzó al cruce. Las bandas blancas se convirtieron en cuchillas de luz, el papalote voló hacia el semáforo, el bastón golpeó el asfalto como una campana. Y, sin embargo, no hubo choque. Hubo un silencio que pesó como una pared.
Él frenó al borde exacto de la cebra, temblando. Miró sus hombros: las alas no estaban. Se volvieron humo, o tinta corrida por la lluvia. La niña cruzó con su papalote recogido. El anciano pasó despacio, con el mundo entero sosteniéndole el paso. El oráculo cambió a verde.
Yo respiré. Él apagó la moto, miró alrededor, y regresó sobre sí mismo como quien vuelve a casa a buscar algo que olvidó. No miró al cielo. Me miró a mí. Me tomó con las dos manos, me ajustó sobre su cabeza, y las alas no volvieron jamás.
No te lo dije antes: yo soy su casco.
Moraleja: Las “alas” de la prisa son espejismos; la verdadera protección es la que te pones antes de arrancar.